Recientemente llegó la noticia de la publicación del nuevo libro del colega Darío A. Euraque, gerente del Instituto Hondureño de Antropología e Historia hasta fue destituido por el régimen provisional después del golpe del 28 de junio de 2009. Se trata de una memoria de sus propias experiencias y de las consecuencias de los acontecimientos políticos de ese momento para el patrimonio cultural hondureño. A continuación se reproduce una intervención del historiador hondureño Marvin Barahona hecha en la ocasión de la presentación del libro en ese país. Agradecemos a los colegas Euraque y Barahona el permiso de compartir estos materiales importantes con los lectores de este Noticiero.
Cada piedra en su lugar
Habiendo iniciado las primeras páginas de un libro reciente* con la reseña de una discusión en el Congreso Nacional sobre las Ruinas de Copán, sostenida en los primeros años del siglo XX, no pude resistir a la tentación de presentar este libro del colega y amigo Darío Euraque, que en sus páginas discute a fondo el papel que el Estado hondureño y la arqueología estadounidense asignaron a este monumento histórico, más allá de su valor intrínseco, como testimonio
arqueológico de una brillante civilización del pasado lejano. Tampoco resistí a la tentación de iniciar esta presentación empezando por el final, citando las palabras aparecidas en una revista en la que se reseña la visita al Parque Arqueológico de Copán, en enero de 2010, del presidente del gobierno de facto, Roberto Micheletti Baín, invitado por la Asociación Copán para mostrarle las bondades del sitio.
Después de mencionar que los funcionarios del Parque y los representantes de la Asociación recibieron con agrado al visitante, su esposa y parte de su gabinete de gobierno, se lee que Micheletti y sus acompañantes “descendieron con el Lic. Agurcia Fasquelle al inframundo de los túneles diseñados por generaciones de arqueólogos”, para concluir afirmando que aquella fue una visita histórica. Y no cabe duda. El inframundo de los túneles diseñados por generaciones de
arqueólogos parecía haber estado esperando, en las últimas tres décadas, a una comitiva como esa, que emergía desde el inframundo de la política, como conocedores expertos de las más antiguas cavernas de la política y como arquitectos del último golpe de Estado que conmovió a la conciencia nacional por su anacronismo histórico, y dejó una estela de inestabilidad y caos en la
gobernabilidad del país.
Por ello, si fuese posible, quisiera tender un puente histórico entre el pasado más lejano y el pasado más cercano, para vincular hechos que a primera vista no parecen estar relacionados, como el uso de la cultura oficial para hacer que la conciencia colectiva olvide su pasado y el abuso del Estado para favorecer los intereses de una minoría a la que la cultura y el pasado le ha interesado sólo como mercancía para turistas, como un negocio del que pueden lucrarse.
Estos hechos, según esta obra de Darío Euraque, se han relacionado en el tiempo en la medida que la política cultural oficial giró, durante casi todo el siglo XX, en torno a la mayanización de la cultura nacional; es decir, alrededor del mito de la cultura maya como única expresión étnica y cultural digna de reconocimiento. Por eso no resulta nada extraña la desproporción que existe en la bibliografía nacional y la arqueología internacional a favor de las Ruinas de Copán, en detrimento de la historia, la etnología y la arqueología de otras culturas y pueblos.
De todo esto, se deduce de este libro, han sido responsables los partidos Liberal y Nacional, que han gobernado imponiendo a la cultura oficial la marca indeleble de un elitismo que nos hace creer lo que las elites quieren que creamos y nos hacen pensar lo que ellas quieren que pensemos. Y cuando reconocemos esa increíble desproporción entre los muchos libros escritos sobre las Ruinas de Copán y los pocos estudios sobre pueblos y culturas aún vivas como los tolupanes y los pech, los tawahkas y miskitos, los lencas y los garífunas, entonces resulta obligado pensar que las políticas culturales del Estado son tan injustas como la forma en que se distribuye la riqueza nacional, dedicada en los dos últimos siglos a beneficiar a unas pocas familias pudientes, en detrimento de miles de familias mestizas, indias y negras que no caben en la cultura oficial y tampoco en la economía y el presupuesto nacional.
Entender esta relación desigual, en la cultura y la economía, es una lección de desigualdad cultural y de injusticia social, a las cuales se han supeditado la arqueología de Copán, la etnología nacionalista, el discurso de la historia oficial y las ciencias sociales que se han rendido ante la evidencia de que el conocimiento se supedita al poder económico, y éste al imperialismo cultural y político foráneo. Y esta lección es válida también para comprender la argumentación y los alegatos que se presentan en este libro a favor de una nueva política cultural del Estado,
concretada en proyectos para rescatar la diversidad cultural de los pueblos que la encarnan, para rescatar la historia nacional en los archivos locales, para darle a la arqueología el lugar que le corresponde, para reconstruir los rasgos característicos de la cultura popular y dotar a las comunidades de personal calificado para recuperar la memoria histórica local y de su población marginada de la cultura oficial.
Menciono todo esto porque, al leer este libro, me asaltaron algunas dudas; entre otras, la de percibir que en la elaboración de la política cultural oficial hubo malos y buenos ministros de Cultura o buenos y malos administradores del Instituto Hondureño de Antropología e Historia, pero no razones de fondo para que el Estado marginara de la historia a la mayoría de la población, para que la exclusión social se sancionara culturalmente como válida. Sin embargo, existe un telón de fondo para nuestra cultura, como existe un telón de fondo para nuestra política, y en ambos se refleja ese componente ideológico excluyente que ha caracterizado la conducción del Estado y la política, que ha tenido como protagonista principal al bipartidismo, solapado defensor de la desigualdad económica, la exclusión social y la manipulación cultural de las conciencias.
Cuando el autor de este libro y sus colegas vieron frustradas sus ilusiones, al ser destituidos ilícitamente de sus cargos, el muro de sus desilusiones fue el bipartidismo que promovió, sustentó y ejecutó el golpe de Estado del 28 de junio de 2009. Por eso debemos lamentar que los escasos proyectos culturales del Estado, que alguna vez intentaron hacer algo para rescatar la historia y la memoria colectiva, corran hoy la misma suerte que la institucionalidad democrática
del país y nos hagan pensar en lo que ya se ha dicho en tantas otras ocasiones: que la falta de continuidad histórica en los proyectos políticos, sociales y culturales debilitan a la nación hondureña y la condenan al fracaso y la impotencia. Porque todo este esfuerzo trataba, según el bien informado autor de esta obra, de darle a la identidad nacional el rostro multiétnico y multicultural que le corresponde, presentar su verdadera cara y sus raíces más profundas, para crear una conciencia nacional capaz de ver más allá de las piedras más antiguas y de acercarse al hondureño de hoy. Paradójicamente, ha sido el golpe de Estado del 28 de junio el que más ha contribuido a despertar el interés de las nuevas generaciones en la historia nacional y en hechos precedentes, especialmente los golpes de Estado y la represión. No obstante, la renovación del interés general en la historia nacional irrumpió en el mismo momento en que a las instituciones culturales se les arrebataba el impulso que empezaban a cobrar al intentar darle coherencia a la política cultural oficial, con reformas a las leyes correspondientes y enmiendas a la estructura de funcionamiento de las instituciones culturales y su personal. Esto hace más llamativo el hecho de que uno de los principales esfuerzos del Instituto Hondureño de Antropología e Historia, como lo fue la creación del Centro de Documentación e Investigaciones Históricas, instalado en la antigua Casa Presidencial en el centro histórico de Tegucigalpa, se convirtió en apetitoso botín para que algunos pretendieran vigilar desde sus ventanas a unos invasores que nunca llegaron. Ese lugar, según se lee en este libro, estaba destinado a servir como hogar de una documentación histórica útil para reconstruir la memoria histórica de Honduras, no para albergar a supuestos defensores de la soberanía nacional.
Las lecciones que este golpe de Estado aportó a las instituciones culturales, incluso a las oficiales, van más allá de lo ya dicho. Hasta ese momento, las instituciones de la cultura oficial se habían mostrado impávidas y silenciosas ante los golpes de Estado, estoicas y resignadas como el resto de la población. Hoy, las instituciones culturales, incluso las oficiales, saben que sólo manteniendo un vínculo cercano con la sociedad, que todos los días construye y reconstruye la historia, podrán participar con éxito en las nuevas coyunturas sociales, políticas y culturales que el futuro le prepara a Honduras.
Esto me lleva a valorar esta obra como un estudio de caso, que trata detalladamente el esfuerzo realizado para rescatar las fuentes de la historia y la cultura desde un país empobrecido, cuyas elites menosprecian la cultura nacional, impidiendo toda reconstrucción de la memoria colectiva. Pero no sólo las elites menosprecian la cultura, el pueblo también la ve, sino con menosprecio, con cierta indiferencia, a lo que se suma su sospecha de que detrás de la cultura, sobre todo la oficial, se ocultan intereses que nada tienen que ver con el hombre y la mujer comunes. Por eso el sique no es capaz de competir con la baleada, como tampoco los viejos sueños de construir una vida decorosa en Honduras pueden competir con el sueño americano que hace que otra identidad se construya lejos de nuestras fronteras, en un medio extraño en el que, paradójicamente, la supervivencia depende de los pocos retazos de cultura que los migrantes llevan consigo,
ninguno de los cuales proviene de la cultura oficial.
No obstante, la intención de dotar a Honduras de una política cultural democrática, inclusiva, participativa y capaz de responder a los desafíos del mundo de hoy, sigue siendo un esfuerzo válido y una responsabilidad ineludible del Estado y la sociedad para conservarse y reproducirse a sí mismos, o para transformarse en la búsqueda de su propia superación. Por eso no cabe, en la época actual, insistir en mayanizar a Honduras para vender al turismo extranjero las bondades de nuestro pasado, como tampoco cabe seguir privilegiando el valor de las piedras del pasado lejano, ignorando la presencia de unas mayorías harapientas, escasamente educadas y que intentan cruzar todas las fronteras para encontrar el sustento diario.
Y aun poniendo cada piedra en su lugar, no cabe duda de que Honduras necesita esa nueva política cultural para evitar que el estudio de su arqueología siga en manos de las mismas instituciones extranjeras que a inicios del siglo XX, porque el imperativo de las instituciones culturales de hoy es el mismo que, en su tiempo, reclamaba Ramón Rosa cuando fundó el Archivo y la Biblioteca Nacional y cuando llamó a utilizar el conocimiento histórico para elaborar un pensamiento nacional que nos dijera de dónde venimos y hacia dónde vamos.
Por eso me da mucho gusto presentar un libro cuyos siete capítulos vuelven a hablar de la identidad nacional y reiteran la necesidad de reformularla, reconstruirla y fortalecerla para contribuir al surgimiento de una sólida memoria colectiva y una firme identificación con Honduras. Por mi parte, agrego que todo esfuerzo para reconstruir la identidad nacional, incluyendo a todos sus protagonistas sin exclusiones de ninguna clase, implica un esfuerzo mayúsculo para reelaborar el pensamiento nacional, para actualizarlo y ponerlo a la altura de
los requerimientos de nuestro tiempo.
Pero nada de esto podrá lograrse sin instituciones culturales, oficiales y no oficiales, comprometidas con las grandes necesidades del país en la dimensión económica, social y política. Una de éstas es la necesidad de fortalecer la institucionalidad democrática del país, reorientar sus principales instituciones y eliminar de su seno el clientelismo político, el caudillismo pernicioso en cualquiera de sus variantes, la corrupción y la ausencia de compromiso con el destino de las mayorías excluidas de los derechos y beneficios que la democracia está obligada
a ofrecerles como ciudadanos y como seres humanos. Celebro, por todo lo antes dicho, la aparición de un nuevo libro sobre la identidad nacional, sobre la cultura y la más reciente crisis política, que se suma a otras obras cuya principal preocupación es Honduras y el futuro de su pueblo. Muchas gracias.
*Honduras en el siglo XX: una síntesis histórica (Tegucigalpa: Editorial Guaymuras, 2004).